jueves, 24 de julio de 2025

El último paciente

 —Le pido por enésima vez que me conteste: ¿cuál es su nombre?

La voz rebotaba en las paredes blancas con una nitidez irritante. Me sentía agotado. Mis párpados se hacían más pesados con cada una de las constantes preguntas. Sabía perfectamente lo que querían escuchar, pero ni su insistencia ni sus malditos sedantes conseguirían de mí otra cosa que no fuera la verdad.

—Me llamo Evans, Evans Donson.

Hubo un breve silencio. El hombre al otro lado de la mesa anotó algo. Luego levantó la vista, frunciendo el ceño, como si mi nombre le resultara... incorrecto.

—¿En qué trabaja?

Agaché la cabeza, cautivo de una desesperación que no podía expresar. Lo único que deseaba en aquel instante era que me creyeran y que me dejaran marchar. Me faltaban las fuerzas necesarias para levantarme tirando aquella maldita mesa contra el espejo de mis observadores. Un parpadeo errante hacia aquel espejo devolvió mi rostro descompuesto, casi demacrado por esta situación. Me miré fijamente, sabiendo que los miraba, que estaban ahí detrás. Entonces tomé la decisión de aguantar, pese a conocer las consecuencias de sus protocolos de evaluación.

—Ya se lo he dicho... soy psicólogo.

—¿Le suena el nombre de Stephen Walker?

Mi estómago se contrajo. Por algún motivo, ese nombre siempre me provocaba una punzada.

—Por favor, doctor… no insistan más.

—Conteste a la pregunta.

—¡Era mi paciente! —grité, incorporándome con brusquedad de aquella incómoda silla—. ¿Cuántas veces tendré que decirlo?

—Siéntese y cuénteme por qué...

—¡Ya se lo he dicho! —interrumpí.

—Quiero oírlo una vez más.

Ese “una vez más” parecía arrastrar años, como un péndulo de hierro que ya hubiera contado al pasar en cientos de ocasiones. En el fondo, sabía que de nada serviría repetir quién era yo. Todo esto no era más que una pérdida de tiempo para mí, un teatro, un infecto trámite y, en verdad, un maldito preámbulo para justificar mi internado en el psiquiátrico y la amplia gama de drogas que me proporcionarían. Pese a ello, me dispuse a revivir la única versión que nadie, excepto yo, quería comprender:

Como cada mañana, entré en mi consulta. El olor a papel viejo y desinfectante me pareció más intenso que de costumbre. Encendí la lámpara de escritorio para revisar una serie de anotaciones y expedientes, esperando la llegada de mi puntual secretaria, la Srta. Valeria. Nada más llegar, me hizo entrega de la lista de pacientes que tendría que recibir.

—Buenos días, doctor. Aquí tiene —dijo con una voz tan neutra que bien podría haber saludado a un completo desconocido. Pero Valeria era así: fría y mecánica por descendencia estonia.

Al revisar la lista, me sobresalté. Mis ojos se detuvieron en el último paciente.

—¡Vaya! Otra vez Stephen Walker, y para colmo… a última hora.

—Ayer llamó y parecía muy alterado. ¿Quiere que cancele la cita?

—No, no, gracias, Valeria. Intentaré despacharlo rápidamente. Hoy tengo una reunión en el hotel Renwick y no puedo volver a faltar… —hice una pausa—. Aunque, ahora que lo pienso... ¿no fui a esa reunión la semana pasada?

La Srta. Valeria me miró como si no entendiera.

—¿Qué reunión, doctor?

—La del hotel... —empecé a decir, pero mi voz se desvaneció. Me dolió un poco la cabeza. No estaba seguro de si esa reunión había existido.

Stephen Walker parecía un nombre tatuado en mi mente. Era un caso peculiar, uno de esos que no aparecen en los manuales. De hecho, cuanto más pensaba en él, más se desdibujaban los límites entre paciente y terapeuta. Tratar a Stephen Walker era como hablar con un bucle: siempre decía las mismas cosas, una y otra vez. Además, ya se había ganado el puesto de ser el único de mis pacientes que lograba inquietarme, puesto que, en alguna ocasión, tuve la impresión de que nuestras voces se mezclaban, e incluso de que respondía a preguntas que ni siquiera había formulado.

Había probado diversos métodos y terapias sin conseguir ningún resultado. Su cuadro clínico era desconcertante por resultar de lo más “normal” y no mostraba pautas que pudieran darme la clave sobre el origen de su paranoia. Era una persona alegre, adinerada, con una esposa e hijos maravillosos, sin problemas familiares, con un negocio rentable de piezas artísticas, con una vida plácida y llena de privilegios. Tenía todo lo necesario para sentirse feliz o, al menos, para poder tener una valoración positiva sobre su propia circunstancia. Sin embargo, insistía en que estaba viviendo un sueño, una simulación. Walker no aceptaba la realidad. Sentía que todo era falso, que su mundo estaba construido por otros... Era como si viviera atrapado en una historia que no podía controlar. No quería aceptar la “ilusión” —como así la llamaba— que proyectaba lo que él consideraba su “falsa vida”. Descartadas la típica crisis existencialista, el estrés, la angustia, la depresión y los trastornos craneoencefálicos, entre otros factores, solo me quedaba la hipnosis como puerta de salida de ese extraño laberinto en el cual mi paciente permanecía sin atender a ninguna de mis orientaciones profesionales. Las horas de la mañana fueron pasando como de costumbre, sintiendo la claridad del sol a través de mi ventana, pero sin sentir la lucidez de quienes atendía por diversas causas, viéndome en uno de esos días ingratos sin resultados concluyentes.

Y entonces, llegó su turno.

Stephen entró a toda prisa, mostrándome un estado de alteración que era novedoso para mis anotaciones. Sus ojos estaban dilatados y respiraba de forma agitada. Parecía estar en el límite entre la cordura y la catatonia. Lo invité a sentarse. Después de calmarlo con unas palabras y un vaso de agua, comencé a escuchar con atención su delirio y las nuevas razones sobre la ficción del mundo.

—Stephen, ahora que ya estás tranquilo, comencemos. Dime, ¿qué has visto esta vez?

Guardó silencio. Me miró, desconfiado. Como si no me reconociera. Como si me viera por primera vez.

—Todo es falso —dijo al fin, acentuando esas palabras con el brusco movimiento de sus ojos a ambos lados de la estancia—. Hoy lo he visto con claridad. Tú no deberías estar aquí —mostró un simulacro de sonrisa que no llegaba a iluminar su mirada, como una lámpara apagada en pleno día—. Este despacho no es real.

Me incliné hacia él, tomando mi tono más directo y riguroso, el que siempre usaba en los momentos críticos.

—Hasta aquí hemos llegado. —Por un instante pensé en la reunión del hotel Renwick… ¿era hoy? No importa, lo único evidente es que este último paciente me necesitaba—. Stephen, ¿quieres que probemos con la hipnosis? ¿Qué me dices?

Él asintió. Entonces me preparé. Lo tumbé en el diván y me senté a su lado para comenzar a inducirle el estado preciso. Media hora más tarde, conseguía que Stephen Walker entrara en hipnosis. Sin saber muy bien por qué, la voz temblaba en mi garganta como si pronunciara un conjuro de terribles consecuencias calamitosas.

—Tres..., dos..., uno, ¡dentro! —dije al mismo tiempo que tocaba su frente con mi dedo índice—. Ve profundo... muy profundo, y dime… qué ves.

—Estoy en el espacio —murmuró—. Me llevan a un planeta.

—¿Quién te lleva?

—Unos seres.

—¿Y qué más?

—Unos seres oscuros... y altos. No tienen rostro. Me traen aquí. Me obligan a quedarme.

—¿Te traen a este planeta?

—Sí... estoy... estoy aquí. Me han traído… ellos me han dejado.

Stephen comenzó a temblar. Sus palabras se volvieron lentas.

—¿Por qué? ¿Qué quieren de ti?

—Quieren que cumpla una misión.

—¿Qué clase de misión?

—Tengo que evitar que un psicólogo escriba un libro.

—¿Un libro? ¿Qué tipo de libro?

—Un libro sobre la ilusión.

—Pero tener ilusiones es algo muy bello, ¿por qué habría seres que quisieran evitar un libro tan hermoso?

—No..., no entiendes...

Entonces Stephen comenzó a mover su cabeza de un modo compulsivo como nunca antes había visto. Quise detener de inmediato la hipnosis, pero sentía que estaba muy cerca de alguna revelación que podría ser crucial para comprender su problema. Continué.

—¿Qué no entiendo?

—¡Tú también estás atrapado! —dijo con la voz quebrada, como de otra persona—. No entiendes nada. Debo evitar que lo sepas. ¡Que todos lo sepan!

—Relájate, Stephen, y contesta. Escucha mi voz… mi voz te libera para que contestes libremente: ¿qué es lo que no entiendo?, ¿qué es lo que no podemos saber?

Entonces, de súbito, abrió los ojos y me agarró del cuello fuertemente con sus manos, gritando como un animal del inframundo, tal como lo haría un demonio poseído por la desesperación.

—¡La ilusión..., sobre la ilusión del mundo!

No podía soltarme. Sus manos se cerraron en torno a mi cuello con una fuerza inesperada. Stephen apretaba cada vez más mientras repetía esas palabras demenciales. El aire me faltaba, y mis fuerzas no eran suficientes para escapar de la tenacidad de aquel inconsciente deshumanizado. Me veía morir; las esperanzas se desvanecían junto con mi visión. Todo se oscureció.

No sé si estaba muerto o sumido en el interior de alguna dimensión desconocida. Lo primero que sentí cuando abrí los ojos fue que el mundo de mi entorno había desaparecido. No entendía lo que me había ocurrido, pero me vi libre de toda angustia ante un silencio absoluto. Un silencio extraño, que no pertenecía a ningún lugar conocido. Luego, el zumbido leve de una luz fluorescente llamó mi atención. Después, el murmullo apagado de unos pasos más allá de una puerta cerrada comenzó a dibujar las tenues líneas de una estancia.

Estaba sentado en una silla gris, en lo que parecía una sala de espera. Reconocía los cuadros en las paredes, las revistas obsoletas y una voz enlatada que anunciaba turnos sin parar. Todo era familiar... y, sin embargo, algo estaba mal. Me hallaba en una copia imperfecta de mi consultorio. No comprendía nada. Y menos aún cuando la Srta. Valeria vino hacia mí para invitarme a entrar en mi propio despacho.

—Buenas tardes, Sr. Stephen —dijo con su peculiar sequedad—. Puede pasar. El doctor lo espera.

—¿Stephen...? No. Yo soy... —me puse en pie con torpeza, sintiendo que mis piernas no me obedecían.

De inmediato, ella me cogió del brazo y me hizo pasar al despacho con tal facilidad que me asusté al verme tan debilitado como un octogenario.

—Buenas tardes, Stephen. Siéntese, por favor.

—¿Qué hace usted en mi silla? Usted... —dije alzando la voz al mismo tiempo que me acercaba, señalándolo con el dedo—. ¡Usted ha intentado matarme!

—¡Cálmese, Sr. Stephen!

—¡Yo me llamo Evans Donson, y este es mi despacho… es mi realidad! —grité golpeando la mesa con toda la furia y las pocas fuerzas que aún sentía.

La Srta. Valeria intervino con una calma quirúrgica. Sus ojos me pidieron silencio mientras su mano pinchaba algo. Un instante después, todo cambió. Una inyección en mi espalda fue suficiente para poder ser trasladado del despacho al hospital psiquiátrico sin darme cuenta.

—Por favor, por última vez: ¿cuál es su nombre?

Respiré hondo. Quería responder. Tenía la respuesta en la punta de la lengua... pero algo se disolvía dentro de mí como tinta sobre el agua.

—Yo... yo me llamo...

La frase no terminaba de salir. Miré a mi alrededor. La sala no tenía ventanas. Ni reloj. Ni calendario. Ni salida visible. Solo un gran espejo. Solo ellos observándome. ¿Y si nunca hubo ventana? ¿Y si nunca hubo despacho? ¿Y si yo nunca fui el doctor? El silencio me envolvía como una sábana húmeda y mortuoria. Mis certezas se deslizaban como recuerdos robados, como un alma que no era mía. Cada cosa que había dicho, cada diagnóstico, cada nombre... podía haber sido parte de una invención, de un problema psíquico, una defensa quizás ante mi propio ser. Puede que necesitara esa invención, que mi salida fuera creer que había sido alguien más. No lo sé. Lo más seguro es que mi mente buscaba recuperarse de algo, afirmándose en una historia que no era mía.

De pronto, noté que algo detenía mis conjeturas. Mis piernas se movían ajenas a mi voluntad. La silla crujió bajo mi peso. La voz volvió a sonar:

—¿Cuál es su nombre?

Apreté los dientes. Si decía lo que pensaba, me darían otra dosis. Y si no decía nada... tal vez olvidaría quién fui —o quién creí ser—. La única certeza era esta: mi vida se convertía en un engaño, en una ilusión que hacía desaparecer todo sentido dentro de una habitación sin ventana, en un lugar sin sol, sin la más mínima chispa de lucidez que pudiera iluminar mi memoria y la realidad de mi condena. Sé que tras ese cristal me observan. Quieren que cumpla una misión.

Autor Undamarnu 2025

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