martes, 8 de julio de 2025

La venganza de Jax Colder

Jackson “Jax” Colder tenía treinta y cinco años, una figura corpulenta, la barba y el cabello largo, a media melena peinado hacia atrás. Había venido al mundo en 1935, en un rincón polvoriento del sur profundo, allá en los campos olvidados de Luisiana.

Su padre, Arthur Colder, era mecánico de vocación y devoto de los motores: motores de coches, de motos, de todo lo que rugiera y oliera a aceite y carretera. Llevaba su vida entre tuercas, sudor y humo de escape, en un taller rural cercano a Nueva Orleans, un sitio rodeado de humedad, pantanos y caimanes. Nunca tuvo el mayor percance en su trabajo, hasta una tarde de verano, cuando el sol se colaba entre los paneles de hojalata del taller y Arthur estaba por cerrar. Un cadilac negro modelo El Dorado, conducido por cuatro haitianos, aparcó en el surtidor de gasolina.

Entonces ocurrió el incidente que marcaría la vida de la familia Colder de por vida. Los desconocidos aparcaron el coche, y bajaron del vehículo reclamando la atención de Arthur. El hombre los miró desde el interior de su tienda, saliendo a su encuentro para comunicarles que el taller estaba cerrado. Sin mediar palabra uno de los delincuentes sacó una pistola y encañono a Arthur exigiéndole que abriera y les diera todo el dinero que tuviera en caja.

El sureño, tozudo como era, ex veterano de la segunda guerra mundial, no pensaba entregar nada sin plantar cara. La resistencia fue su última decisión: los disparos retumbaron contra la chapa y la sangre del viejo Colder quedó mezclada con el aceite del suelo. Cinco disparos pusieron final a su vida. La policía encontró su cuerpo tirado en su lugar de trabajo, culpando a los pandilleros de la mafia haitiana de su asesinato. Concretamente a una sub división que operaba en el barrio de Delry Hollow llamada los Brujos de Ogún.

Se trataba de un grupo temido y terrible; atracadores, y matones con numerosos antecedentes que utilizaban la magia negra y los sacrificios rituales para infundir miedo en sus rivales, con quienes se disputaban el control de los barrios de Nueva Orleans.  

La muerte de su padre se incrustó en el alma de Jax como una esquirla oxidada. Con el tiempo, esa herida se volvió algo más que dolor: se hizo resentimiento, se hizo odio racial hacia los negros, especialmente a los caribeños. A los dieciocho años, el joven dejó atrás los pantanos húmedos en los que había crecido,  y se marchó a Nueva Orleans buscando una forma de vida alejada del mundo rural.

Durante años deambuló entre empleos y calles, sin destino ni plan, hasta que una noche cualquiera, en un bar del barrio irlandés, conoció a Ernie. Ernie “Wolf”. Cincuentón de pelo blanco como la cal, ojos duros y siempre al lado de su moto cromada negra de tipo Custom. Allí, entre cerveza caliente y humo de cigarro, los dos se entendieron sin decir mucho. Ernie lo presentó a la banda que dirigía, tipos duros, barbudos y tatuados que respondían al nombre de los Southern Union.

Un día como si el destino hubiera estado esperando ese momento, no muy lejos del bar, algo estalló en la acera. Un grupo de jóvenes dominicanos increpaba a una muchacha blanca. Voces altas, risas feas, miradas turbias.

Jax, desde una esquina, se incorporó, caminó con paso firme y la mandíbula apretada.
—Fuera de aquí, putos negros – gruñó - No es lugar para que andéis molestando a nuestras chicas.

El aire se cortó. Los tipos lo miraron. Uno de ellos escupió al suelo. Otro dio un paso al frente. Lo que siguió, fue tan rápido como inevitable. En un abrir y cerrar de ojos, Jax estaba metido en medio de una pelea a puñetazos contra 4 negratas. A pesar de ello, la corpulencia del joven le permitía defenderse bastante bien. Puñetazo iba, puñetazo recibía..todo estaba más o menos controlado, hasta que uno de los pandilleros decidió poner fin a la lucha sacando una navaja.

¡Cuidado Jax! – se escuchó antes de que un hombre rompiera una botella de cerveza en la cabeza del agresor dejándolo K.O. Era Ernie Wolf y los SouthernUnion. Los moteros llegaron justo en el momento preciso, haciendo huir a los caribeños a golpes de puñetazos y bastonazos con sus bates de baseball. 

Desde ese percance, la unión de Jax Colder con la banda de los Southern sería casi de hermandad. La banda le proporcionó a Jax trabajo como portero de seguridad en distintos locales, en otras ocasiones como guardaespaldas de algunos líderes o personas influyentes de la localidad. Cuando Jax no tenía para comer, ellos le facilitaban comida, cuando no tenía donde dormir, ellos le facilitaban cama. Jackson acudió a sus reuniones y fiestas en granjas aisladas donde poco a poco se empezaban a ver los símbolos del supremacismo blanco y del KKK.

El tiempo pasó, y el adolescente de 18 años, se convirtió en una de las personas influyentes de la banda motera, la mano derecha del ya envejecido Ernie Wolf, quien tras cumplir los 67 años decidió dejarlo todo en sus manos. Para la ceremonia de entrega de poder, llegaron grupos de toda Luisiana, y de gran parte de Alabama. También granjeros blancos del mundo rural pertenecientes al Klan. Se reunieron en las ruinas abandonadas de un viejo fuerte confederado llamado Fort Ashcroft.

Allí quemaron una gigantesca cruz según el ritual del KuKuxKlan, y Ernie Wolf, entre banderas confederadas alzadas en la noche, hizo entrega de los honores como jefe de la banda de los Southern Union de Nueva Orleans a Jackson Colder.

Días después de la ceremonia, con Jax ya líder de la banda, el grupo se reunió como siempre hacían en los callejones aledaños del Pub del viejo barrio irlandés. Todo parecía ir con normalidad, hasta que un compañero llegó alterado montado en su modo para dar la triste noticia..

Ernie había muerto. Lo acribillaron al salir de su casa, sin previo aviso, sin darle tiempo ni para tocar el pomo de la puerta, antes de llegar a su moto. Habían sido los brujos de Ogún, decían las autoridades. Esos perros mal nacidos, basura inmigrante que vivía parasitando la sociedad y creando focos de delincuencia. Hijos de la noche, traficantes de cuerpos y almas, de drogas y de mujeres. Lo dejaron tirado como un perro bajo la lluvia.

La noticia corrió rápido. Y la sed de venganza no tardó en encenderse.

Jax convocó a los suyos aquella misma noche, en los pantanos detrás del viejo fuerte Ashcroft. El lugar olía a madera húmeda, musgo podrido y secretos viejos. Todos querían lo mismo: sangre por sangre.

Pero la Southern Union de Nueva Orleans no tenía capacidad real para ofrecer una lucha igual contra la poderosa mafia de haití. Ni sus motos ni sus chaquetas les daban el músculo necesario para ir de frente contra la mafia caribeña y sus asesinos a sueldo, los brujos de Ogún.

Intentaron llegar a alianzas con las naciones arias, y algunos grupos supremacistas como los milicianos de Alabama, pero nadie quiso ofrecer su ayuda a los moteros. A la hora de la verdad, estaban solos, completamente solos.

Así que Jax tomó una decisión. Iba a usar el arma de su enemigo contra ellos mismos.

Una noche, pensativo y aislado, recordó algo. Una memoria enterrada bajo el polvo del tiempo. Cuando era niño, allá en la Luisiana rural donde aprendió a cargar una escopeta antes de leer una Biblia, había conocido a un hombre negro. El único con el que en su corta vida, había sentido algo parecido al respeto y la amistad.

Se llamaba Marcellus. Vivía solo, en una cabaña de madera olvidada por Dios y por el gobierno, al borde del pantano. Decían que era pescador. Otros decían que era algo más, un brujo vudoo respetado por su comunidad… Sea como fuere, nunca le importó demasiado a joven Colder. Jax, entonces apenas un mocoso, solía escaparse de su casa para ir a visitarlo. Le gustaban sus historias de espíritus, de cosas que caminaban en la oscuridad, de esclavos que habían traído sus dioses encadenados desde África, y a  los que al ritmo de los tambores, rezaban todas las noches en lo profundo de los solitarios bosques de los pantanos de Luisiana.

Historias que hablaban de poder. Poder viejo. Poder prohibido. El mismo niño había visto cosas sorprendentes y difícilmente explicables. A su memoria llegaba ahora, como una de las noches, varios hombres arrojaron un polvo blanco a un gato muerto, consiguiendo que el animal resucitara. O como había visto levitar con los ojos blancos a un haitiano poseído por el espíritu de un demonio ancestral.

Ya de adulto, Jax pensaba en aquellas palabras, rituales y visiones como quien recuerda una herramienta olvidada en el fondo de la caja. Y esa herramienta, tal vez, era justo lo que necesitaba para desatar una guerra diferente. Una guerra con olor a fuego, acero y vudú.

De aquellos años perdidos en la memoria, Jackson recordaba bien una historia que Marcellus solía contar junto al fuego, con la voz baja y los ojos entrecerrados por la sabiduría y el miedo. Hablaba de un espíritu antiguo, una bestia que vagaba entre el barro y la niebla de los pantanos: el LoupGarou. Decían que era capaz de matar a diez hombres sin pestañear. No era un animal, no del todo. Era un espíritu que poseía el alma de los hombres si un bokor pronunciaba la maldición correcta… o les daba de beber una pócima maldita.

Ahora, tantos años después, Jax necesitaba creer en esa historia, y recurrir a la magia negra para enfrentarse a los brujo haitianos de Ogún. Era momento de encender el motor, de lanzarse a las carreteras solitarias que serpenteaban entre los bosques espesos y los pantanos de Luisiana. El camino era largo, pero el recuerdo era claro. Sabía dónde encontrar a Marcellus.

Treinta años habían pasado desde la última vez que se vieron: un niño blanco, curioso y sin odio todavía, y un hombre negro, viejo ya por dentro, que vivía solo en una cabaña de madera a punto de derrumbarse. Pero cuando Jax llegó, Marcellus lo reconoció al instante.

Bienvenido, Jackson —dijo con voz grave—. Sé a lo que vienes. Los espíritus de la noche me lo susurraron en sueños. Lo tengo preparado. Pasa, hace mucho que no nos vemos.

Y así fue.

Se sentaron en el interior de la cabaña, entre frascos polvorientos, cruces de San Andrés y dibujos de tiza en el suelo. Hablaron largo. Recordaron tiempos más simples en los que ambos habían sido felices, cuando los fantasmas aún no caminaban sobre dos piernas y la sangre no manchaba tanto la memoria.

Al caer la noche, Marcellus se levantó sin prisa. – Bien, ha llegado el momento – dijo. Se dirigió hacia una alacena oscura y sacó un frasco de cristal. Dentro, un líquido espeso, amarillento, parecía latir bajo la luz de la lámpara.

Esto es lo que has venido a buscar, Jax —dijo con seriedad—. Lamento que la vida siempre termine en guerra y violencia. Por eso me aparté del mundo. Por eso vivo aquí. También lamento lo que le pasó a tu padre. Era un buen hombre. Me ayudó más veces de las que puedo contar. Rezo todos los días por su alma. Rezo a los Loas, y al Papa Legba.

Marcellus le sostuvo la mirada.—Ten cuidado. Todo lo que haces en esta vida tiene un precio y una consecuencia en el más allá..

Jackson no respondió. Solo asintió. Se puso en pie, cruzó la habitación, y abrazó al viejo pescador por última vez. Luego, sin una palabra más, salió al porche de la destartalada casa de madera, subió a su moto y volvió a encender el motor.

Durante el camino de regreso, las palabras de Marcellus resonaban en su cabeza como el eco de un tambor antiguo:

Espera a la luna llena. Sirve la pócima en agua o alcohol. Bébela durante la noche... y espera el cambio. Pero recuerda, muchacho: en el momento en que cruces de la luz a la sombra, no habrá vuelta atrás. Piénsalo bien, Jackson. Papa Legba me mostró tu camino. Tu familia camina en la luz al otro lado, en el mundo de los espíritus. Si traspasas esa puerta... ya nunca volverás a verlos tras tu muerte.

Días después, Jackson reunió a todo el club motero en las ruinas del viejo Fuerte Ashcroft. Esta vez no solo estaban los suyos: entre los presentes había también simpatizantes del Klan, rostros endurecidos por los años, por la calle y por el veneno de la ideología. El aire olía a pólvora seca, cuero viejo y rabia contenida.

Allí, bajo las vigas podridas y las banderas olvidadas del sur perdido, Jax habló.

Les habló de venganza. Les habló de una guerra que estaba por comenzar, una guerra para “recuperar la ciudad”, para “liberarla de los crímenes y la brujería de los haitianos”. Sus palabras eran cuchillas envueltas en retórica. El enemigo tenía nombre: los brujos de Ogún.

—Yo tengo el modo de borrarlos del mapa —dijo.

Entonces sacó el frasco que le había entregado Marcellus, el viejo del pantano con los ojos blancos y la voz como piedra mojada.

Jackson destapó el recipiente con lentitud, y vertió su contenido en una botella de cristal grueso, ya cargada con whisky fuerte. El líquido oscuro se mezcló con el alcohol como una sombra disolviéndose en fuego. Luego la agitó y la sostuvo en alto.

—Beban, hermanos. Esta noche empezamos a cambiar la historia.

Hubo silencio.

Solo el crujir del viento entre los árboles, las llamas de las fogatas, y el leve goteo de la botella marcaban el ritmo de lo inevitable.

Las miradas eran todas iguales: cejas fruncidas, ojos entrecerrados, rostros cargados de escepticismo. “Jax se ha vuelto loco”, parecía ser el pensamiento común flotando en el aire.

—¿Esto es lo que nos traes? —dijo uno—. ¿Estas son las armas con las que vamos a matar a los brujos de Ogún?—Preferimos pistolas, Jax.

Las voces eran roncas, incrédulas. El ambiente olía a humo de cigarro, y sudor fruto de la humendad... Aquello no se parecía a ninguna preparación de guerra que conocieran.

Pero alguien —quizá por orgullo, quizá por curiosidad— fue el primero en beber. Al segundo lo arrastró el instinto de manada. Y después vino un tercero, y otro más. En pocos minutos, la botella pasó de mano en mano, vaciándose con resignación y muecas de burla.

Nada ocurrió.

Las risas empezaron como murmullos y se convirtieron en carcajadas. Se burlaban de Jax, de la botella, de la idea misma de enfrentar a hechiceros con brebajes en lugar de balas. Todo parecía una broma mal contada.

Hasta que llegó la medianoche.

La luna llena se alzó con una claridad brutal sobre los restos del viejo Fuerte confederado de  Ashcroft, donde, en otros tiempos, los dragones encapuchados del Klan y los moteros de la Southern Union se habían reunido bajo las sombras para tramar su guerra ancestral

Fue entonces cuando todo cambió.

La risa murió en seco. Los cuerpos comenzaron a temblar. Algo profundo, primitivo y salvaje despertó en sus entrañas... y el verdadero ritual comenzó.

Los hombres de Jackson, enfundados en sus chaquetas de cuero y apoyados sobre sus motos, comenzaron a sufrir espasmos violentos, como si algo los desgarrara por dentro. Uno a uno, cayeron al suelo entre contorsiones y gritos ahogados. El propio Jax se retorcía sobre el suelo, víctima de un dolor indescriptible que le quebraba los huesos desde dentro.

Fueron solo segundos… pero se sintieron eternos.

Después, vino el silencio. La oscuridad. Perdieron el conocimiento.

Cuando despertaron, algo había cambiado.

Jax fue el primero en abrir los ojos. Lo que vio lo dejó sin aliento: sus amigos ya no eran hombres, al menos no del todo. Eran criaturas —bestias— mitad humanos, mitad animales, envueltos en músculos tensos y cubiertos de vello oscuro. Tenían colmillos. Garras. Ojos brillantes como carbones al rojo vivo.

Miró sus propias manos y ya no eran manos: eran garras.

Sus sentidos se habían desbordado. Podía oler cosas a kilómetros de distancia, distinguir cada sonido a cientos de metros, incluso el aleteo de un pájaro en la noche. Su cuerpo rebosaba una fuerza salvaje, como si mil toros embistieran dentro de su pecho. Y su vista... su vista atravesaba la oscuridad como si fuera pleno día.

De su interior salió una necesidad, aullar a la luna como un lobo que reclama la reunión de su manada antes de salir de caza. Y sin pensarlo mucho, todos los hombres reunidos, vestidos aun con sus chaquetas de cuero bajo la piel y las garras de  bestias, acudieron a la llamada del líder. No hizo falta hablarles en la lengua de los hombres, esa lengua ya no les pertenecía. Ahora se entendían por gestos, por olores, por un instinto común que latía bajo su piel.

Y así fue como los guerreros de la hermandad blanca, montaron en sus motos transformados en hombres lobo, y se dirigieron a cazar a los brujos de Ogún a los suburbios haitianos de Nueva Orleans. Sus vidas ya no iban a ser como habían sido hasta la fecha nunca más. Su mundo había cambiado, ya no eran hombres.. Eran criaturas que caminaban como hombres en el mundo de los hombres, pero que con la llegada de la luna llena.. se transformaban en bestias salvajes ansiosas de sangre, violencia y carne humana.

Al día siguiente la policía de la ciudad llegó al lugar del crimen, descubriendo la matanza ocurrida. 300 personas habían sido despedazadas salvajemente, mutiladas, degolladas a mordiscos, descuartizadas en un frenesí de violencia nunca visto antes. Algunos habían sido semi devorados, sus partes nunca aparecieron.. Las autoridades que investigaron el suceso no encontraban una explicación. Concluyeron que una manada de perros salvajes gigantes habían atacado a los brujos de Ogún. Destrozando y desarticulando a la mafia haitiana en una sola noche. Esa al menos fue la versión oficial que apareció publicada en los periódicos de todo el estado.

Relato escrito por Alvar Ordoño 2 del 6 del 2025

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