Jackson “Jax” Colder tenía treinta y cinco años, una figura corpulenta, la barba y el cabello largo, a media melena peinado hacia atrás. Había venido al mundo en 1935, en un rincón polvoriento del sur profundo, allá en los campos olvidados de Luisiana.
Su padre, Arthur
Colder, era mecánico de vocación y devoto de los motores: motores de coches, de
motos, de todo lo que rugiera y oliera a aceite y carretera. Llevaba su vida
entre tuercas, sudor y humo de escape, en un taller rural cercano a Nueva
Orleans, un sitio rodeado de humedad, pantanos y caimanes. Nunca tuvo el mayor
percance en su trabajo, hasta una tarde de verano, cuando el sol se colaba
entre los paneles de hojalata del taller y Arthur estaba por cerrar. Un cadilac
negro modelo El Dorado, conducido por cuatro haitianos, aparcó en el surtidor
de gasolina.
Entonces ocurrió
el incidente que marcaría la vida de la familia Colder de por vida. Los
desconocidos aparcaron el coche, y bajaron del vehículo reclamando la atención
de Arthur. El hombre los miró desde el interior de su tienda, saliendo a su
encuentro para comunicarles que el taller estaba cerrado. Sin mediar palabra
uno de los delincuentes sacó una pistola y encañono a Arthur exigiéndole que
abriera y les diera todo el dinero que tuviera en caja.
El sureño, tozudo
como era, ex veterano de la segunda guerra mundial, no pensaba entregar nada
sin plantar cara. La resistencia fue su última decisión: los disparos
retumbaron contra la chapa y la sangre del viejo Colder quedó mezclada con el
aceite del suelo. Cinco disparos pusieron final a su vida. La policía encontró
su cuerpo tirado en su lugar de trabajo, culpando a los pandilleros de la mafia
haitiana de su asesinato. Concretamente a una sub división que operaba en el
barrio de Delry Hollow llamada los Brujos de Ogún.
Se trataba de un
grupo temido y terrible; atracadores, y matones con numerosos antecedentes que
utilizaban la magia negra y los sacrificios rituales para infundir miedo en sus
rivales, con quienes se disputaban el control de los barrios de Nueva Orleans.
La muerte de su padre
se incrustó en el alma de Jax como una esquirla oxidada. Con el tiempo, esa
herida se volvió algo más que dolor: se hizo resentimiento, se hizo odio racial
hacia los negros, especialmente a los caribeños. A los dieciocho años, el joven
dejó atrás los pantanos húmedos en los que había crecido, y se marchó a Nueva Orleans buscando una forma
de vida alejada del mundo rural.
Durante años
deambuló entre empleos y calles, sin destino ni plan, hasta que una noche
cualquiera, en un bar del barrio irlandés, conoció a Ernie. Ernie “Wolf”.
Cincuentón de pelo blanco como la cal, ojos duros y siempre al lado de su moto
cromada negra de tipo Custom. Allí, entre cerveza caliente y humo de cigarro,
los dos se entendieron sin decir mucho. Ernie lo presentó a la banda que
dirigía, tipos duros, barbudos y tatuados que respondían al nombre de los
Southern Union.
Un día como si el
destino hubiera estado esperando ese momento, no muy lejos del bar, algo
estalló en la acera. Un grupo de jóvenes dominicanos increpaba a una muchacha
blanca. Voces altas, risas feas, miradas turbias.
Jax, desde una esquina,
se incorporó, caminó con paso firme y la mandíbula apretada.
—Fuera de aquí, putos negros – gruñó - No es lugar para que andéis molestando a
nuestras chicas.
El aire se cortó.
Los tipos lo miraron. Uno de ellos escupió al suelo. Otro dio un paso al
frente. Lo que siguió, fue tan rápido como inevitable. En un abrir y cerrar de
ojos, Jax estaba metido en medio de una pelea a puñetazos contra 4 negratas. A
pesar de ello, la corpulencia del joven le permitía defenderse bastante bien.
Puñetazo iba, puñetazo recibía..todo estaba más o menos controlado, hasta que
uno de los pandilleros decidió poner fin a la lucha sacando una navaja.
¡Cuidado Jax! – se
escuchó antes de que un hombre rompiera una botella de cerveza en la cabeza del
agresor dejándolo K.O. Era Ernie Wolf y los SouthernUnion. Los moteros llegaron
justo en el momento preciso, haciendo huir a los caribeños a golpes de
puñetazos y bastonazos con sus bates de baseball.
Desde ese
percance, la unión de Jax Colder con la banda de los Southern sería casi de
hermandad. La banda le proporcionó a Jax trabajo como portero de seguridad en
distintos locales, en otras ocasiones como guardaespaldas de algunos líderes o
personas influyentes de la localidad. Cuando Jax no tenía para comer, ellos le
facilitaban comida, cuando no tenía donde dormir, ellos le facilitaban cama. Jackson
acudió a sus reuniones y fiestas en granjas aisladas donde poco a poco se
empezaban a ver los símbolos del supremacismo blanco y del KKK.
El tiempo pasó, y
el adolescente de 18 años, se convirtió en una de las personas influyentes de la
banda motera, la mano derecha del ya envejecido Ernie Wolf, quien tras cumplir
los 67 años decidió dejarlo todo en sus manos. Para la ceremonia de entrega de
poder, llegaron grupos de toda Luisiana, y de gran parte de Alabama. También granjeros
blancos del mundo rural pertenecientes al Klan. Se reunieron en las ruinas abandonadas
de un viejo fuerte confederado llamado Fort Ashcroft.
Allí quemaron una
gigantesca cruz según el ritual del KuKuxKlan, y Ernie Wolf, entre banderas
confederadas alzadas en la noche, hizo entrega de los honores como jefe de la
banda de los Southern Union de Nueva Orleans a Jackson Colder.
Días después de la
ceremonia, con Jax ya líder de la banda, el grupo se reunió como siempre hacían
en los callejones aledaños del Pub del viejo barrio irlandés. Todo parecía ir
con normalidad, hasta que un compañero llegó alterado montado en su modo para
dar la triste noticia..
Ernie había
muerto. Lo acribillaron al salir de su casa, sin previo aviso, sin darle tiempo
ni para tocar el pomo de la puerta, antes de llegar a su moto. Habían sido los brujos
de Ogún, decían las autoridades. Esos perros mal nacidos, basura inmigrante que
vivía parasitando la sociedad y creando focos de delincuencia. Hijos de la
noche, traficantes de cuerpos y almas, de drogas y de mujeres. Lo dejaron
tirado como un perro bajo la lluvia.
La noticia corrió
rápido. Y la sed de venganza no tardó en encenderse.
Jax convocó a los
suyos aquella misma noche, en los pantanos detrás del viejo fuerte Ashcroft. El
lugar olía a madera húmeda, musgo podrido y secretos viejos. Todos querían lo
mismo: sangre por sangre.
Pero la Southern
Union de Nueva Orleans no tenía capacidad real para ofrecer una lucha
igual contra la poderosa mafia de haití. Ni sus motos ni sus chaquetas les
daban el músculo necesario para ir de frente contra la mafia caribeña y sus
asesinos a sueldo, los brujos de Ogún.
Intentaron llegar
a alianzas con las naciones arias, y algunos grupos supremacistas como los
milicianos de Alabama, pero nadie quiso ofrecer su ayuda a los moteros. A la
hora de la verdad, estaban solos, completamente solos.
Así que Jax tomó
una decisión. Iba a usar el arma de su enemigo contra ellos mismos.
Una noche,
pensativo y aislado, recordó algo. Una memoria enterrada bajo el polvo del
tiempo. Cuando era niño, allá en la Luisiana rural donde aprendió a cargar una
escopeta antes de leer una Biblia, había conocido a un hombre negro. El único
con el que en su corta vida, había sentido algo parecido al respeto y la
amistad.
Se llamaba Marcellus.
Vivía solo, en una cabaña de madera olvidada por Dios y por el gobierno, al
borde del pantano. Decían que era pescador. Otros decían que era algo más, un
brujo vudoo respetado por su comunidad… Sea como fuere, nunca le importó
demasiado a joven Colder. Jax, entonces apenas un mocoso, solía escaparse de su
casa para ir a visitarlo. Le gustaban sus historias de espíritus, de cosas que
caminaban en la oscuridad, de esclavos que habían traído sus dioses encadenados
desde África, y a los que al ritmo de
los tambores, rezaban todas las noches en lo profundo de los solitarios bosques
de los pantanos de Luisiana.
Historias que
hablaban de poder. Poder viejo. Poder prohibido. El mismo niño había visto
cosas sorprendentes y difícilmente explicables. A su memoria llegaba ahora, como una de las noches, varios hombres
arrojaron un polvo blanco a un gato muerto, consiguiendo que el animal resucitara.
O como había visto levitar con los ojos blancos a un haitiano poseído por el
espíritu de un demonio ancestral.
Ya de adulto,
Jax pensaba en aquellas palabras, rituales y visiones como quien recuerda una
herramienta olvidada en el fondo de la caja. Y esa herramienta, tal vez, era
justo lo que necesitaba para desatar una guerra diferente. Una guerra con olor
a fuego, acero y vudú.
De aquellos años
perdidos en la memoria, Jackson recordaba bien una historia que Marcellus solía
contar junto al fuego, con la voz baja y los ojos entrecerrados por la
sabiduría y el miedo. Hablaba de un espíritu antiguo, una bestia que vagaba
entre el barro y la niebla de los pantanos: el LoupGarou.
Decían que era capaz de matar a diez hombres sin pestañear. No era un animal,
no del todo. Era un espíritu que poseía el alma de los hombres si un bokor
pronunciaba la maldición correcta… o les daba de beber una pócima maldita.
Ahora, tantos años
después, Jax necesitaba creer en esa historia, y recurrir a la magia negra para
enfrentarse a los brujo haitianos de Ogún. Era momento de encender el motor, de
lanzarse a las carreteras solitarias que serpenteaban entre los bosques espesos
y los pantanos de Luisiana. El camino era largo, pero el recuerdo era claro.
Sabía dónde encontrar a Marcellus.
Treinta años
habían pasado desde la última vez que se vieron: un niño blanco, curioso y sin
odio todavía, y un hombre negro, viejo ya por dentro, que vivía solo en una
cabaña de madera a punto de derrumbarse. Pero cuando Jax llegó, Marcellus lo
reconoció al instante.
—Bienvenido,
Jackson —dijo con voz grave—. Sé a lo que vienes. Los espíritus de la
noche me lo susurraron en sueños. Lo tengo preparado. Pasa, hace mucho que no
nos vemos.
Y así fue.
Se sentaron en el
interior de la cabaña, entre frascos polvorientos, cruces de San Andrés y
dibujos de tiza en el suelo. Hablaron largo. Recordaron tiempos más simples en
los que ambos habían sido felices, cuando los fantasmas aún no caminaban sobre
dos piernas y la sangre no manchaba tanto la memoria.
Al caer la noche,
Marcellus se levantó sin prisa. – Bien,
ha llegado el momento – dijo. Se dirigió hacia una alacena oscura y sacó un
frasco de cristal. Dentro, un líquido espeso, amarillento, parecía latir bajo
la luz de la lámpara.
—Esto es
lo que has venido a buscar, Jax —dijo con seriedad—. Lamento que la
vida siempre termine en guerra y violencia. Por eso me aparté del mundo. Por
eso vivo aquí. También lamento lo que le pasó a tu padre. Era un buen hombre.
Me ayudó más veces de las que puedo contar. Rezo todos los días por su alma.
Rezo a los Loas, y al Papa Legba.
Marcellus le
sostuvo la mirada.—Ten cuidado. Todo lo que haces en esta vida tiene un precio y
una consecuencia en el más allá..
Jackson no
respondió. Solo asintió. Se puso en pie, cruzó la habitación, y abrazó al viejo
pescador por última vez. Luego, sin una palabra más, salió al porche de la
destartalada casa de madera, subió a su moto y volvió a encender el motor.
Durante el camino
de regreso, las palabras de Marcellus resonaban en su cabeza como el eco de un
tambor antiguo:
—Espera a
la luna llena. Sirve la pócima en agua o alcohol. Bébela durante la noche... y
espera el cambio. Pero recuerda, muchacho: en el momento en que cruces de la
luz a la sombra, no habrá vuelta atrás. Piénsalo bien, Jackson. Papa Legba me
mostró tu camino. Tu familia camina en la luz al otro lado, en el mundo de los
espíritus. Si traspasas esa puerta... ya nunca volverás a verlos tras tu
muerte.
Días después, Jackson reunió a todo el club motero en las
ruinas del viejo Fuerte Ashcroft. Esta vez no solo estaban los
suyos: entre los presentes había también simpatizantes del Klan, rostros
endurecidos por los años, por la calle y por el veneno de la ideología. El aire
olía a pólvora seca, cuero viejo y rabia contenida.
Allí, bajo las vigas podridas y las banderas olvidadas
del sur perdido, Jax habló.
Les habló de venganza. Les habló de una guerra que estaba
por comenzar, una guerra para “recuperar la ciudad”, para “liberarla de los
crímenes y la brujería de los haitianos”. Sus palabras eran cuchillas envueltas
en retórica. El enemigo tenía nombre: los brujos de Ogún.
—Yo tengo el modo de borrarlos del mapa —dijo.
Entonces sacó el frasco que le había entregado Marcellus,
el viejo del pantano con los ojos blancos y la voz como piedra mojada.
Jackson destapó el recipiente con lentitud, y vertió su
contenido en una botella de cristal grueso, ya cargada con whisky fuerte. El
líquido oscuro se mezcló con el alcohol como una sombra disolviéndose en fuego.
Luego la agitó y la sostuvo en alto.
—Beban, hermanos. Esta noche empezamos a cambiar la
historia.
Hubo silencio.
Solo el crujir del viento entre los árboles, las llamas
de las fogatas, y el leve goteo de la botella marcaban el ritmo de lo
inevitable.
Las miradas eran todas iguales: cejas fruncidas, ojos
entrecerrados, rostros cargados de escepticismo. “Jax se ha vuelto
loco”, parecía ser el pensamiento común flotando en el aire.
—¿Esto es lo que nos traes? —dijo uno—. ¿Estas son las
armas con las que vamos a matar a los brujos de Ogún?—Preferimos pistolas, Jax.
Las voces eran roncas, incrédulas. El ambiente olía a
humo de cigarro, y sudor fruto de la humendad... Aquello no se parecía a
ninguna preparación de guerra que conocieran.
Pero alguien —quizá por orgullo, quizá por curiosidad—
fue el primero en beber. Al segundo lo arrastró el instinto de manada. Y
después vino un tercero, y otro más. En pocos minutos, la botella pasó de mano
en mano, vaciándose con resignación y muecas de burla.
Nada ocurrió.
Las risas empezaron como murmullos y se convirtieron en
carcajadas. Se burlaban de Jax, de la botella, de la idea misma de enfrentar a
hechiceros con brebajes en lugar de balas. Todo parecía una broma mal contada.
Hasta que llegó la medianoche.
La luna llena se alzó con una claridad brutal sobre los
restos del viejo Fuerte confederado de Ashcroft, donde, en otros tiempos,
los dragones encapuchados del Klan y los moteros de la Southern Union
se habían reunido bajo las sombras para tramar su guerra ancestral
Fue entonces
cuando todo cambió.
La risa
murió en seco. Los cuerpos comenzaron a temblar. Algo profundo, primitivo y
salvaje despertó en sus entrañas... y el verdadero ritual comenzó.
Los hombres de Jackson, enfundados en sus chaquetas de
cuero y apoyados sobre sus motos, comenzaron a sufrir espasmos violentos, como
si algo los desgarrara por dentro. Uno a uno, cayeron al suelo entre
contorsiones y gritos ahogados. El propio Jax se retorcía sobre el suelo,
víctima de un dolor indescriptible que le quebraba los huesos desde dentro.
Fueron solo segundos… pero se sintieron eternos.
Después, vino el silencio. La oscuridad. Perdieron el
conocimiento.
Cuando despertaron, algo había cambiado.
Jax fue el primero en abrir los ojos. Lo que vio lo dejó
sin aliento: sus amigos ya no eran hombres, al menos no del todo. Eran
criaturas —bestias— mitad humanos, mitad animales, envueltos en músculos tensos
y cubiertos de vello oscuro. Tenían colmillos. Garras. Ojos brillantes como
carbones al rojo vivo.
Miró sus propias manos y ya no eran manos: eran garras.
Sus sentidos se
habían desbordado. Podía oler cosas a kilómetros de distancia, distinguir cada
sonido a cientos de metros, incluso el aleteo de un pájaro en la noche. Su
cuerpo rebosaba una fuerza salvaje, como si mil toros embistieran dentro de su
pecho. Y su vista... su vista atravesaba la oscuridad como si fuera pleno día.
De su interior
salió una necesidad, aullar a la luna como un lobo que reclama la reunión de su
manada antes de salir de caza. Y sin pensarlo mucho, todos los hombres
reunidos, vestidos aun con sus chaquetas de cuero bajo la piel y las garras
de bestias, acudieron a la llamada del
líder. No hizo falta hablarles en la lengua de los hombres, esa lengua ya no
les pertenecía. Ahora se entendían por gestos, por olores, por un instinto
común que latía bajo su piel.
Y así fue como los
guerreros de la hermandad blanca, montaron en sus motos transformados en
hombres lobo, y se dirigieron a cazar a los brujos de Ogún a los suburbios
haitianos de Nueva Orleans. Sus vidas ya no iban a ser como habían sido hasta
la fecha nunca más. Su mundo había cambiado, ya no eran hombres.. Eran criaturas
que caminaban como hombres en el mundo de los hombres, pero que con la llegada
de la luna llena.. se transformaban en bestias salvajes ansiosas de sangre,
violencia y carne humana.
Al día siguiente la policía de la ciudad llegó al lugar del crimen, descubriendo la matanza ocurrida. 300 personas habían sido despedazadas salvajemente, mutiladas, degolladas a mordiscos, descuartizadas en un frenesí de violencia nunca visto antes. Algunos habían sido semi devorados, sus partes nunca aparecieron.. Las autoridades que investigaron el suceso no encontraban una explicación. Concluyeron que una manada de perros salvajes gigantes habían atacado a los brujos de Ogún. Destrozando y desarticulando a la mafia haitiana en una sola noche. Esa al menos fue la versión oficial que apareció publicada en los periódicos de todo el estado.
Relato escrito por Alvar Ordoño 2 del 6 del 2025
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