En algún rincón olvidado de la California costera, donde el mar rompe con desgana contra las rocas y el cielo parece más una amenaza que un refugio, ocurre algo extraño. No hay gritos, ni persecuciones frenéticas. Solo una quietud enfermiza, una especie de malestar contenido, como si el aire mismo supiera que algo terrible está por ocurrir. Así es el mundo de Messiah of Evil, una película rodada en 1971, pero que no vería la luz hasta 1973, y que desde entonces se ha convertido en uno de los secretos mejor guardados del cine de terror.
Dirigida y escrita por Willard Huyck y Gloria Katz, pareja en lo profesional y en lo sentimental, la cinta fue concebida antes de que ambos trabajaran en éxitos como American Graffiti o Indiana Jones and the Temple of Doom. Pero aquí no hay nostalgia adolescente ni aventuras exóticas. Messiah of Evil es otra cosa: un descenso lento y alucinado a un infierno costero, poblado por muertos vivientes que no corren ni gruñen, pero observan. Siempre observan.
La historia sigue a Arletty, una joven que viaja a un pueblo llamado Point Dume (un lugar real, pero aquí transformado en pesadilla) en busca de su padre artista, del que hace tiempo no sabe nada. Lo que encuentra es una comunidad sombría, habitantes extraños de piel cenicienta, y un misterio antiguo que parece tener raíces en la noche americana más profunda: la llegada de un "Mesías del Mal", una figura mítica que traerá una nueva era de oscuridad. La narrativa avanza como un sueño febril, sin necesidad de explicaciones, dejando que la atmósfera lo diga todo. Porque en esta película, el ambiente es el verdadero protagonista.
Y es que en líneas generales, el ambiente es onírico, surrealista y muy cargado. En momentos me recuerda a la película de Lemora. No tanto por la trama, como por su admósfera
Rodada con bajo presupuesto y muchas limitaciones técnicas, Messiah of Evil destaca por un diseño visual que bordea lo pictórico. Los escenarios interiores —particularmente la casa del padre de Arletty— están cubiertos de murales gigantescos, que le dan a cada escena una sensación teatral y perturbadora. El uso del color es hipnótico, reminiscente de los giallos italianos y de la estética psicodélica de finales de los 60. Cada plano parece sumido en una irrealidad deliberada, como si la película estuviera soñando con otra película dentro de sí misma.
Cuando se estrenó, pasó casi desapercibida. La distribución fue mínima, y el título cambió varias veces —Dead People, Return of the Living Dead, entre otros— lo que contribuyó a su confusión y olvido. Pero como muchas obras malditas, encontró una segunda vida gracias a los cinéfilos y coleccionistas que empezaron a redescubrirla en VHS y DVD en los años 90 y 2000.
Hoy, Messiah of Evil figura en listas de culto, y ha sido reivindicada por críticos como Kim Newman y revistas como Sight & Sound o IndieWire, que la incluyó entre las 100 mejores películas de terror de todos los tiempos.
Entre las escenas más memorables —y que han asegurado su estatus legendario— están la del supermercado nocturno, en la que una mujer es devorada lentamente por una multitud de zombis silenciosos, y la del cine abandonado, donde el horror se manifiesta sin necesidad de un solo grito. Ambas secuencias son ejemplos de cómo el terror puede construirse desde el silencio, el encuadre y el tiempo.
Una curiosidad poco conocida: la película se filmó en gran parte con recursos propios del equipo, y muchas de las localizaciones reales eran casas de amigos o escenarios tomados sin permiso. Pese a ello, lo que lograron fue un universo propio, una especie de purgatorio californiano al que solo se accede si uno está dispuesto a perderse.
Messiah of Evil no es una película para todos. No da respuestas fáciles ni persigue el susto inmediato. Pero para quienes se adentren en su ritmo hipnótico y su estética espectral, es una experiencia inolvidable. Un eco de otra época, en la que el terror se cocinaba a fuego lento, y el miedo no era un sobresalto, sino una presencia que iba invadiéndolo todo, como el mar que amenaza con tragarse Point Dume.